Mi última canción triste

Escribo esto mientras cruzo el Duero,

primero un verso y luego el otro

sin pensar en cómo será el tercero.

Esta será mi última canción triste.

Te sigo queriendo,

igual que el primer día

en que paseamos por la orilla

hasta que tus pies dijeron basta

y nos refugiamos, hambrientos de conversación, en aquella inmaculada tasca.

Te sigo queriendo,

como te quise esa noche,

junto a la playa de arena,

en que te pedí un beso

antes de que salieras corriendo para tratar de digerir nuestra primera cena.

Te sigo queriendo,

como en aquella mañana

en que nos despertaron

policías de frontera

en un tren deshabitado.

Te sigo queriendo,

del mismo modo en que lo hice

la tarde en que nos emborrachamos

en cada habitación de nuestro apartamento

escondidos de una enfermedad invisible.

Te sigo queriendo,

y lo hago desde la falda de las montañas,

desde el medio del océano,

desde las calles sucias y desoladas

de esta ciudad donde nunca termina el verano.

                         Te he seguido queriendo

incluso desde la última vez que me tocaste,

a bordo de un barco viejo

amarrado a la orilla de un río

al que la incesante lluvia amamantaba con lágrimas frías de despedida.

                       Ahora quiero dejar de quererte,

borrarte de mi recuerdo,

pero no sé cómo eliminarte

sin eliminar mi cuerpo,

sin quedarme sin aliento.

          Esta canción es una farsa.

Ley antigravedad

No es que yo sea mucho más alto, es que cuando apareces se añaden unos centímetros de aire entre el suelo y mis zapatos.

Dicen que el tiempo lo cura todo, pero ¿quién te cura del tiempo?

Lo he visto en la forma en la que los corales milenarios han sido envueltos por la lava ávida de crear tierra firme. Ese fuego roto que ansía regresar a las entrañas del planeta del que ya fuera expulsado, al menos, en una ocasión. Piroclastos y cenizas se lanzan al mar para hundirse en el abismo azul en busca de una ruta alternativa que les lleve de vuelta al averno del que salieron. Y todo esto, para, en algún momento, volver a ser expelidos con toda la fuerza de la que es capaz el núcleo terrestre. La pérdida es permanente e irreversible, pero también infinitamente recurrente.

A veces, sin embargo, estos restos volcánicos toman el desvío de la vida. Los poderes de la superficie del planeta se tornan contra estas rocas hasta convertirlas en polvo microscópico que, una vez disuelto en las aguas oxigenadas de la Tierra, pasa a formar parte de los seres que, inadvertidamente o no, lo ingieren. Es entonces, a través de estos organismos, que el fuego salido de la boca del volcán vive una/la vida que se enfrenta a la inanidad y el hireaticismo de las piedras. Vida que es, a la vez, la misma cosa inerte que compone las estrellas y que, en fin, volverá a las tripas de nuestro universo. Es ese el ciclo de la vida, la nuestra y la del planeta ligadas en un mismo lazo, pues no existe la una sin la otra.

No se trata, entonces, de un ciclo lineal, predeterminado ni inalterable. Es, por el contrario, una serie de eventos asentados en una suerte de banda de Moebius, donde las dos superficies de la banda son, tarde o temprano, la misma banda, y donde no existen barreras ni limitaciones entre una superficie y su opuesta. El ciclo de la vida es, así, la utópica coexistencia de los opuestos en la inevitabilidad de su fusión y la continua transcendencia de entes supuestamente binarios.

De esta forma, extrapolando el ciclo de la vida elemental en uno universal, a través de los ciclos interrelacionados del cuerpo y la mente humanos, en su gregarismo, llegamos a la posibilidad del fin de las dicotomías de los constructos sociales. No solo significa esto que vivimos en un(os) espectro(s), sino que además estamos continuamente redefiniendo nuestra posición en la banda y con respecto al entorno. En cualquier momento de nuestra vida podemos reubicarnos, reformarnos y re-identificarnos.

Podemos, además, llegar a creer que no sabremos nunca dónde estamos en el ciclo vital de Moebius. Y esto se debe a que no existe una posición, si no que estamos en constante movimiento; somos fluidos y ni la muerte misma proporciona solidez. El tiempo, en esencia, no cura nada pero nos da la posiblidad de elegir otra ruta para curarnos del tiempo y, de esta manera, si así lo elegimos, vivir eternamente en un punto del pasado, tornando crónico el mal de la vida.

A la vejez, brasas

Nuestra generación es deudora de una fingida eternidad vital, de una supuesta inmortalidad. Pensamos que somos eternas porque a nuestros cuarenta y tantos nos vemos como veíamos a la generación anterior en su veintena. Y estamos convencidas de que cuando nos golpee lo que antes se entendía como vejez, nos va a colocar en lo que fuera la cuarentena de la generación anterior. Pero temo que es todo un error, y que la vejez, a nuestra generación, nos va a pillar por sorpresa.

Somos como el tronco de abedul echando a arder en la hoguera. La llama se agarra primero a la fina corteza que envuelve el blanco y estríado corazón del tronco, y la corteza se va rizando a medida que el fuego extrae de ella toda su humedad. Y nos quedamos tan obnubilados observando la belleza de tal proceso, propio de la juventud de una hoguera, que no notamos como el interior de la madera, que quedaba hasta ese momento protegida por una camisa ya negra y cenicienta, se ha ido calentando hasta alcanzar una irrefrenable temperatura, que hace que las células implosionen, y de la que no existe ninguna escapatoria. Cuando queramos percatarnos las llamas ya estarán llamando a las puertas de los anillos más internos del tronco. La senectud nos va a golpear, de forma inesperada e indefectible, cuando ya no nos quede tiempo para prepararnos para su llegada. La muerte, como las cenizas, nos acojerá golosa en su abrazo ardiente, partiendo nuestro cuerpo en dos, quemándonos desde dentro y llevándose al aire nuestro último suspiro, que será, aún, de desprevenido dolor, y no de alivio.

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La fábula del amor verdadero

La primera vez que el sauce notó la presencia del arroyo junto a él, en un mes de abril, éste no era más que unas gotas que le salpicaban bajo el tronco, justo después de las nieves de un invierno extrañamente frío. «Serán mis primos los abetos de las alas montañas queriendo gastarme una broma, que me mandan, colina abajo, los restos de su sabia gastada», pensó el sauce al sentir el primer cosquilleo de un fino hilo de agua que le alcanzaba los nudos más bajos de su corteza lisa. Pasaron varias estaciones más, y el arroyo pasó a ser río. Cada primavera, el sauce esperaba con ansia la leve caricia de las aguas dulces y frescas de esa masa de agua tan alegre, joven y pura.

El río creció y el árbol podía sentir la humedad cubriendo sus raíces durante todo el año. El sauce ya no quería vivir sin el contacto permanente de su amor, fresco y transparente. Un día, le confesó el árbol al río: «querido río, no puedo dejar de pensar en la forma en que las luces de la mañana, cuando el sol se asoma por encima de la cordillera helada, golpean el irregular espejo de tu superficie; imagino, a todas horas, cómo sería poder nadar en ese agua fría que es tu cuerpo; siento, incluso en sueños, las aterciopeladas caricias de tus ondas húmedas cuando alcanzan mis raíces; deseo, tal vez en vano, poder sostenerte con fuerza entre mis ramas; en definitiva, querido río, me gustaría confesar que espero que un día te conviertas en lago y yo pueda envejecer, alto, frondoso y feliz, a tu orilla».

El río le contestó: «Querido sauce, es al océano a quien yo deseo. Lo que realmente anhelo, y aquello por lo que existo, es la libertad que llegaré a sentir en el seno marino, dejando atrás estos valles que son mi cárcel. Es por eso que no puedo quedarme a tu lado más tiempo. Cada año intento reunir fuerzas para descender precipitado sobre la gran roca que se interpone en mi camino, quebrarla y poder seguir el cauce de mi destino»

«Pero jamás conseguirás sobrepasar ese muro de granito cretácico que te retiene bajo mis hojas. Nunca llegarán nieves tan copiosas como las que hicieron crecer a tus antepasados por encima de cordilleras y a través de continentes. Tus manantiales y tus rápidos no bastan para quebrantar la solidez del emergido manto de la tierra», le advirtió el sauce, apesadumbrado, al río.

El árbol supo en ese momento a qué saben las lágrimas de un arroyo: gotas saladas subían del lecho del río hacia la superficie para quedarse, ya resecas, en las orillas, cubriendo de un polvo blanco las briznas de hierba que refrescaban el bosque de ribera. Era tan inmensa la pena del río, que el sauce no pudo evitar echar a llorar él mismo, aflojando sus ramas, y meciéndolas, lacias, al ritmo de las pequeñas olas de tristeza que el río hacía en el cauce. Las hojas, también alicaídas, rozaban al inconsolable agua, que a cada instante se tornaba más salado.

«Tal vez pueda ayudarte» — el árbol susurró muy bajito, como si algo dentro de él no quisiera que llegara a decir lo que estaba a punto de proponer –. «Si utilizas toda tu fuerza para arremeter contra la roca con mi tronco, podrás abrirte paso».

«Pero eso significa que tendrías que desarraigarte», contestó el río.

«No podría vivir sabiendo que nunca llegarás a ser feliz. Yo he conocido la felicidad porque he amado, y estoy dispuesto a pagar cualquier precio por verte feliz: mi mayor deseo es que tú también puedas amar.» Y con estas palabras, el sauce inclinó todo el peso de sus ramas hacia el río hasta que sus raíces se desenterraron y cayeron al agua siguiendo a las hojas, las ramas y el tronco. El sauce flotó feliz por unos instantes mientras sentía todo su cuerpo envuelto en el abrazo del agua. El río entonces arremetió contra la roca con todas sus fuerzas. El sauce, en su último aliento, justo antes de despedazarse, sintió cómo se abría una grieta en el muro de piedra. El río corrió libre por fin al encuentro de su libertad. Y hoy, en cada playa, pueden encontrarse las hojas amarillentas de aquel sauce que dejó ir a quien más quería.

La eternidad ya me la conozco

¿Podemos pasar ya a esa época finita en la que algo ocurre solo durante sólo unos instantes y después desaparece en la grieta oscura de ausencias para dar la sensación de que nunca ha sido más que un producto de tu imaginación que acabarás olvidando un momento después, una vez hayas acordado firmar el contrato con la levedad de un tiempo que, aún a pesar de venir medido en lo que se da en llamar segundos, no es más que el ruido de la sangre al pasar por la carótida marcando el ritmo de tu misma vida?

Lanzo un grito en defensa de lo efímero, de lo nómada y de lo transeúnte. La eternidad ya la he vivido, y la he agotado entre mis dedos con tan sólo unos leves golpes de mar salada.

El puente en llamas

Yo sólo pasaba por allí, con un teléfono en la mano. Cinco años después, con un oceáno y dos continentes a nuestras espaldas, me encuentro con toneladas de memorias acumulando polvo en un cajón. ¿Cuánto pesaba la luz que envolvía tu cara el día que te tomé esa fotografía?

Mi savia se congela en las venas cuando miro atrás, pero no tengo fuerza para echar a volar, alejarme de tu fotografía y cruzar por fin ese río absurdo que fuera tablero de juego de la historia del mundo. Un río de puentes arrasados por incendios, puentes de nombres confusos vendidos al mejor postor o cubiertos de sangre de narval, puentes, también, cien veces levantados. Son esos puentes los que atrapaban mis palabras en la orilla equivocada.

Y cuando he logrado despertarme allende el estrecho y las montañas, el descanso ha sido escaso. Bajo mis almohadas habita la rabia de un recuerdo, lejano ya pero aún demasiado vivo. Me paralizan mi sudor y mi orgullo, pero es mi almohada la que dice que vengas a verme.

Hoy he quemado mi casa. Las sábanas, de un algodón teñido de la maldición de tu saliva, han ardido a 430°. He sido testigo de cómo el colchón, poseído de tu olor, se resquebrajaba bajo el calor intenso de mi arrebato. He visto las almohadas, con mi rabia dentro, convertirse en ceniza. Me siento frente a la hoguera que consume mi pasado y, una vez el humo intenso de los recuerdos más verdes se ha desvanecido en el cielo de Madrid, apago las llamas con las últimas lágrimas que me quedan.

Toda esa vida desaparece para volver a reencarnarse en un bosque. Y los árboles, algún día, serán los zapatos en los que camine en busca de otra almohada, otro hogar que llenar con un aroma recién descubierto, como quien cruzar el puente resurgido de las cenizas. Hoy, por fin, empiezo desde la nada. Todo está por ser creado. Ahora, libre de la carga de una fotografía que se desenfoca, puedo volver a ser el Dios de mis recuerdos futuros y configurar mis latidos al ritmo que desee.

… No puedo engañarme. No soy ningún Dios de mí mismo. El puente es endeble y también arde.

La piel de la isla

Sueños envueltos en el sudor de la calima me sacan de la cama mi segunda mañana en la isla. No podía imaginar cuánta razón tenía el genio local al afirmar que la imagen de la vida es una novela. Mi historia, mi novela, mi vida es la de un corazón que es una raspa de un pez, todavía con las branquias rojas y palpitantes, asfixiado en tierra y sin poder regresar al agua salada. 

Miro por la ventana y veo el salitre empujado por los alisios, vegueta abajo, hacia el mar, diciendo adiós al magma seco que lo atrapa cada noche. Mi corazón-raspa ansía poder unirse a su baile de despedida y regresar al océano. Y respirar.

Con las espinas clavándose en mi costado, siempre al descubierto en estas latitudes, salgo a la calle, llevando conmigo la bolsa de tela africana en la que me gusta guardar recuerdos del futuro. Hoy voy a encontrarte sin saber que te buscaba. Un mar azul oscuro casi negro envuelve a este montón de lava seca sobre la que camino. La brisa se retuerce en torno a mí, como queriendo olisquearme para saber quién soy y qué he venido a hacer aquí. Cada bocado de la ciudad sabe a mar. Mis lágrimas saben a mar. Mis palabras saben amar. La cerveza me deja un regusto salado, mientras que el atún de mi plato tiene sabor a desarraigo. La ajada ropa del migrante, claro, desprende olor a un mar lejano.

Sigo paseando, sin rumbo, bajo los balcones de madera robada hasta que las olas, unos cuantos kilómetros más tarde, me salpican las rodillas. El sol ya casi se posa sobre la línea de alta mar. Y entonces apareces, como una maguada emergida de la boca del volcán, caminando hacia mí, blandiendo una sonrisa ineludible. Creo que estás hecha de basalto y espuma. Me miras con fuego reposado en los ojos, y yo te miro con el miedo que siente el bosque a ser arrasado.

Me preguntas si me he perdido y te contesto que sí, que llevaba 44 años perdido pero que no me había dado cuenta hasta el momento en que te vi, pero que ahora ya no lo estoy. Sonríes como si hubieses oído esa mentira muchas veces. Pero yo no mentía. Unos minutos después, paseamos hacia el faro por la playa, hecha, curiosamente, de basalto y espuma, mientras nuestras ropas absorben la fragancia de las lapas y los burgados. Me cuentas que llegaste a la isla huyendo del tedio de una vida mil veces vivida, y dejando atrás un rastro de llantos que la lluvia del norte se encargó de limpiar. No quieres hablar de esos llantos, ni siquiera vas a decirme a qué norte te refieres, y tu acento, enmarañado en tus doce años de isla, tampoco me es de mucha ayuda, así que acepto convivir con el misterio que te cubre. Descubrimos, también, que ambos buscamos vivir con ligereza y morir ligeros.

En tu bar favorito compartimos una botella de malvasía volcánica y las aventuras frustradas de quienes han querido cambiar el mundo, desde Nicaragua a Palestina. El bar, un antiguo taller de coches que mantiene el color gris del humo de los tubos de escape sobre las paredes, y que sólo sirve bebidas locales, está decorado con trastos viejos: muebles de madera y de chapa diseñados por artistas isleños, tablas de surf reclamadas del abrazo de las olas, y sillas, sillones y otros artefactos que, estoy seguro, fueron sacados de un contenedor de basura. Todo en el bar está en venta, y al parecer siempre se vende rápido. De hecho, aseguras que si volviera a ese sitio dentro de un mes, no lo reconocería. Yo pienso que no lo reconocería ni aunque volviese mañana y todo siguiese igual, a no ser que tú estuvieses dentro, sentada en esta misma banqueta roja reconstruída con los restos del naufragio de un barco de pesca.

Es en la segunda botella cuando sugieres que vayamos a fumar a tu terraza, donde tienes chocolate y vermú. De camino a tu apartamento las calles se estrechan sin avisar, de forma que las fachadas de los edificios nos golpean en la espalda por sorpresa cada vez que paramos a besarnos. Me adviertes que, al contrario que en el bar, en tu casa hay poco más que polvo. Vives en ese piso desde hace pocas semanas, con reformas aún por terminar, y sin más bultos que el de una nevera — donde escondes el vermú — y un sofá gigante que usas estos días también de cama.

Llegamos al portal después de unos sofocantes 500 metros, en los que mi saliva se ha ido mezclando con tu sudor y viceversa. Señalas hacia arriba diciendo que es el último piso, y que no hay ascensor, y me guiñas un ojo. Pero en ese momento yo sería capaz de subir a la cima del Everest de un salto. Una vez dentro, me doy cuenta de que desde el que pronto podrá ser tu dormitorio me observa, solitaria, junto a la ventana, una silla cansada que apenas puede ya sostener al sombrero de fieltro blanco que cuelga de su respaldo de madera vieja.

Nos sentamos en el sofá, junto a la enorme cristalera, sin cortinas, que da paso a la terraza. Fumamos algo que «llega de África», según dices, «volando como llegaron los amaziges a las islas», y cuyo humo echamos hacia la luna que viene también del este. Así cerramos el ciclo. Son la de esa luna, ya decrépita, y la de una solitaria farola en la calle que baja hasta el mar las únicas luces que iluminan la habitación. Mis manos, empujadas por el viento que se cuela en la estancia, acarician, finalmente, tus mejillas, y no tardan nuestros vasos, aún medio llenos de vino amargo, en quedar olvidados en el suelo.

Te desnudo y recorro tu piel, negra como este archipiélago negro de lava muerta, mientras la isla crepita bajo unas sábanas de rizo improvisadas. Sobre tu vientre clavo las espinas de mi pecho, y quiero hacer de tu piel poesia. Mis labios perfilan sobre tu cuerpo palabras de amor en un idioma inventado. Puedo escribir los versos más tristes esta noche. Y sin embargo, mi lengua rima, asonante, entre tus piernas.

Erupcionas, a la vez que parte de mis órganos pasan a ser roca ígnea.

El efecto combinado del porro y el orgasmo hace que tus músculos apenas quieran moverse. Yaces en ese sofá gigante, totalmente relajada, mirándome con los ojos semiabiertos y susurras que me quede a dormir si quiero. Yo te contesto que jamás me voy a separar de tu lado. Sonríes levemente y cierras los ojos del todo. Te observo, de la nuca a los talones, y acaricio tus dedos y tus pezones. Te beso sobre un párpado y sigo estudiando tu cuerpo de ébano durante dos minutos, o dos horas. Entonces, lentamente, separo mi cuerpo del tuyo, recupero mi brazo entumecido y me levanto del sofá. Me visto, recojo mi bolsa vacía, miro de nuevo hacia la vieja silla y, sin decir adiós («para no despertarte», me engaño), salgo por la puerta del hogar que un día será albergue de tus penas y tus alegrías.

En la calle, desierta, ha empezado a llover — seguramente la primera vez en meses en esta isla –, y parece que, al ser la única persona disponible en ese momento, todas las gotas se centran en mí. Cuando llega el autobús estoy tan empapado que, al subir, recibo una mirada de desaprobación del conductor. Ya en mi habitación de hotel me quito la ropa mojada, me meto en la cama y empiezo a llorar. Llorar es la única manera de poder dormirme sabiendo que soñaré contigo.

Pronto regresaré a casa, a mi anti-isla, donde no sé si estarás. Madrid me quiere, no me quiere, me quiere, tal vez, pero mi sitio no está en la isla negra. Mi sitio está contigo.

En Madrid la raspa no sangra, no porque carezca de sangre sino porque, para sobrevivir, ha de llevar puesta una prótesis del alma. En Madrid, mi cuerpo es una silla cansada para un corazón de fieltro.

The p(r)o(bl)em of decarbonizing without decolonizing

I ask my financial advisor:

how am I going to keep traveling

if the planet is on fire

but what satisfies me are the tropical destinations?

You are going to invest in mangroves –

says the man at the bank.

How much is a kilo of blue carbon?

Which is the latest fashion.

I want to rent those wetlands,

lend me your waves and your algae.

I will buy your present

to try to save my future.

My credits are your oxygen and my electric car

runs on the abyssal depths.

All that is more mine than yours, you know,

because my paleness is worth

more than your dark skin.

Don’t fish out of the marshes;

they are now my bare property.

You will starve to death,

at least as long as I live.

Somewhere I have to bury
my excesses and my guilt,
and I’ve chosen your house.
Don’t be ungrateful.

———

From the Spanish version https://davidcostalago.wordpress.com/2023/04/30/el-poema-de-descarbonizar-sin-descolonizar/

Translated from here

La vida según Meadows

Donella Meadows definía un sistema como un conjunto de partes coherentemente organizadas e interconectadas en una estructura que produce una serie característica de comportamientos para llegar a una finalidad o finalidades comunes. Puede ser físico, como una máquina o un ecosistema, o abstracto, como un sistema financiero o el de una organización

Yo vengo aquí a explicar por qué la vida también es un sistema.

En el marco de la vida organizada

por órganos y orgánulos que el control mantienen,

vivimos en la periferia limitada

de un potencial que a veces se detiene.

Pero si soltamos las riendas

la vida nos sorprende en su rumbo,

nos lleva a lugares sin senda

y descubrimos nuevos mundos.

La teoría de sistemas de Meadows

nos muestra cómo todo está conectado,

y cómo un cambio no supone, necesariamente, un enredo.

Eso sí, afecta rincones ya olvidados.

Así es la vida; un sistema complejo

que varía al dejarse llevar.

El flujo constante y eterno

está en la novedad y la sorpresa

que nos lleva más allá de la inercia letal.

Que no nos limite el marco preestablecido:

abracemos el cambio como un latido.